De qué hablamos cuando hablamos de funas
Tenemos que hablar de por qué se está hablando de funas (y lo que tanto ruido deja en silencio)
En una sola semana, tres podcasts dedicaron su espacio para problematizar la “funa”. Ésta es una de esas raras ocasiones en las que no se debió a un solo hecho que dominara la agenda nacional, sino que fueron múltiples sucesos que terminaron llevando a tres equipos sin comunicación entre ellos a hablar a (diferentes niveles de) profundidad sobre un tema que debería de tratarse con cuidado y matices.
Afrochingonas, Existir Suavecito (de Malvestida) y Trans utopías, los tres dedicaron sus programas de esta semana para hablar sobre el tema. Siobhan Guerrero, la investigadora y filósofa detrás de Trans utopías fue, a mi parecer, la única que, sin siquiera usar la palabra, tocó todos los matices y complejidades de un proceso que ha tenido muchos nombres en el pasado.
Como he escrito aquí en demasiadas ocasiones, creo que es urgente que analicemos y tomemos en serio lo que ocurre en el plano digital y, como alguna vez escribí en un medio que ya no existe, es urgente que entendamos los límites y posibilidades de lo que hacemos en las redes sociales. Porque corremos el riesgo, como ocurrió en los otros dos podcasts, de hacer generalizaciones superficiales que sólo dañan procesos comunitarios complejos. La funa es uno de esos temas urgentes que tenemos que tratar, pero también lo es la manipulación grosera de “punitivismo”.
¿Por qué es tan difícil hablar de funas sin caer en errores?
Tendríamos que empezar por definir a qué nos referimos con “funa”, algo que rara vez se ha hecho al momento de analizarlas o criticarlas. Tal como hace unos años se hablaba (en el mismo tono de pánico moral) de la “cultura de la cancelación”, así la funa ha ido agregando definiciones y ejercicios de poder y de denuncia.
Una funa puede ser una denuncia de una agresión o un hecho violento cometido por una persona en una situación de desigualdad contra otra que no busca atravesar los mecanismos de denuncia del Estado; puede ser un atropello de una institución de gobierno o una empresa (o “emprendimiento”); puede ser dar un aviso por adelantado de un fraude o de una forma de evitarlo, pero también puede ser un ejercicio de catarsis de un conflicto interpersonal entre iguales que no es atravesado por un acto violento o criminal. Puede ser el relato de un acontecimiento de conflicto de una de las partes. Puede ser todo esto.
Cuando se habla de “funa” sin especificar de qué tipo de funa estamos hablando, se le vacía de su contexto, y se equiparan todos estos diferentes procesos: por eso, tanto le invitade de Existir Suavecito como las morras de Afrochingonas tienen que estar poniendo paréntesis constantemente en sus participaciones para justificar el uso de estos mecanismos en contextos específicos.
Es difícil hablar de funa porque significa todo y, por lo mismo, significa nada. Tal como pasa todavía con la “cancelación”, puede ser un chiste dicho entre amistades para abrir espacio para un comentario no muy “aceptable”, o una denuncia de un delito.
Incluso cuando se delimita, es importante contextualizar: cuando hablamos de conflictos interpersonales, las múltiples violencias que nos atraviesan, así como los privilegios y diferencias de clase social o capital social, político o económico, no permiten que hablemos de forma generalizante.
Al equiparar todos estos procesos, se banalizan las denuncias más urgentes, mientras que, al mismo tiempo, se encuadran los procesos de resolución de conflictos interpersonales, en algo que Siobhan Guerrero nombra en su podcast como “hermenéutica del desencuentro”:
(15:48-16:43) “Tengo un conflicto con alguien, tengo un desencuentro con alguien, y el lenguaje que tengo disponible para reflexionar, pensar, nombrar y expresar ese desacuerdo es uno que está atado al campo de la violencia como concepto y entonces presento a la persona con la que tengo un desacuerdo como violenta, como violentadora y entra en una dinámica de elaborar porqué. Entonces empiezo a decir: ‘ah, pues es que esta persona es una misógina, racista, tránsfoba, clasista, está coludida con x, y, z, w, y.’ En ese sentido, uso conceptos muy pesados asociados al campo semántico de la violencia, de la idea de gente que comete violencias, gente que recibe violencias de distinta índole. Y esos son los términos con los que expreso un desacuerdo”
La terminología que desarrolla Guerrero en su capítulo me parece urgente en un escenario en el que se habla mucho, pero se analiza poco. Del mismo modo como se señalan los límites y daños que puede traer una funa a la persona señalada, poco se equipara este pánico moral a mecanismos de pánicos morales e impunidad que sí habíamos hecho (hasta cierto grado) con la “cancelación”.
La dificultad de nombrar y la imposibilidad de analizar
Dice un adagio que nombrar mal nos lleva a politizar mal, y pocos ejemplos se me hacen tan claros con ello como la funa. En textos publicados por universidades y en los dos capítulos de podcasts ya mencionados, no hay ejemplos específicos de cuando una funa “es llevada al extremo”, solo menciones de comentarios aleatorios o experiencias personales que no pueden ser generalizadas como problemas sistémicos: funas “por tomar coca cola” o “por decir las cosas equivocadas”.
Parte de la complejidad de hablar de la funa es que, si no la definimos, tampoco la delimitamos, y podemos cometer errores graves, como confundir la violencia digital o el acoso selectivo como “funas”, lo que complejiza aún más el proceso que estábamos analizando.
En el podcast de Afrochingonas, las tres presentadoras a lo largo de todo el capítulo e, incluso, con la participación de sus invitadas, equiparan todo proceso de denuncia como “funa”, por lo tanto es un “ejercicio punitivista […] que saca a nuestro policía interior”, pero al mismo tiempo tienen que estar aclarando constantemente que hay circunstancias donde la funa es válida, pues no hay otra forma de construir comunidades seguras debido a la violencia patriarcal y del Estado.
Pareciera que, al mismo tiempo, están conscientes de lo amplio que es el término que están utilizando y cómo abarca procesos legítimos y vendettas personales, pero que también tienen claro que hay una narrativa que deben consolidar.
Lo peligroso de hacer estas generalizaciones está en que, si bien hay un uso de castigo social en la funa, cuando se trata de denuncias legítimas que no tienen otra forma de hacerse sin poner en riesgo a las víctimas, éstas son hechas a un lado, banalizadas como parte de un ejercicio que “se salió de control”. Al mismo tiempo, se pone en el mismo nivel de poder y capitales (sociales, políticos o económicos) a la persona que funa y a la agresora, lo que también legitima el discurso de las “denuncias falsas” que se ha construido tras la aparición de #MeToo en 2017.
Mientras, Alejandra Higareda, directora de Malvestida y host de Existir Bonito, constantemente empuja a su invitade, Emmal Brunel, a hablar de funas que ocurren en el espacio interpersonal como exageraciones o “situaciones donde se pasó el límite”. Limitar la funa al espacio interpersonal es un error grave, en especial si no estamos delimitándola y, además, se incluye el antipunitivismo en la conversación.
Como comenta Siobhan Guerrero, si bien es importante (y urgente) analizar por qué estamos recurriendo a estos mecanismos para resolver conflictos entre personas y grupos sociales, añadirle una carga moral a estos provoca la misma dificultad para conversar y solucionar dichos conflictos. Si decimos, como las morras de Afrochingonas, que la funa es un acto punitivista que abreva de la violencia patriarcal del Estado, ¿qué hacemos con sus orígenes que, todavía, se dejan ver en las denuncias públicas a figuras de poder, instituciones de gobierno o personalidades pública con muchísimo más capital y recursos que la persona denunciante?
Lo que se hizo bien: comunicación, comunidad y “la fotografía amplia”
No puedo decir que todo estuvo mal con los episodios de Afrochingonas y Existir suavecito. Y quiero centrarme en dos cosas específicas: la urgencia de comunicación y soluciones a conflictos basada en la comunalidad, y que cuando hablemos de “antipunitivismo” tenemos que hacerlo a la par de la violencia del aparato del Estado.
Estos mecanismos se utilizan (como lo recordamos con #MeToo), cuando la justicia no puede construirse junto con el Estado y requiere un esfuerzo comunitario para alcanzar algo similar. El castigo social que debió haber alcanzado a las personas señaladas de violencias machistas graves (o, incluso, delitos) durante #MeToo sólo fue posible gracias a un esfuerzo comunitario que, también, tuvo sus problemas, complejidades, silencios y complicidades, principalmente por los medios que no tomaron medidas acordes a la gravedad de los señalamientos.
La funa y la cancelación nacieron en décadas similares en Chile y Estados Unidos, respectivamente, como formas de combate asimétricas contra autoridades cómplices en delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y cancelación de derechos. Como un recordatorio constante a esas autoridades de que la memoria de sus crímenes y complicidades seguía viva a pesar de los esfuerzos de silenciarla.
No podemos decir que ocurre lo mismo con cada cancelación o funa (principalmente por las razones ya apuntadas), pero lo que tenemos ahora es una hermenéutica del desencuentro que imposibilita a las víctimas acceder a la justicia, a lxs señaladxs a tener una oportunidad clara de reparación del daño causado, y a la sociedad la posibilidad de construir comunidades fuertes.
Por otro lado, el cuidado de Emmal Brunel en el podcast de Malvestida, de transportar siempre los ejemplos poco claros de Higareda al terreno de la justicia reparativa en casos de violencia hablan de que es claro que, si bien podemos usar estos mecanismos para solucionar conflictos interpersonales, no podemos hablar de “antipunitivismo”, pues no hay un Estado que ejerza el monopolio de la violencia contra las mismas comunidades contra las que siempre lo ejerce.
Parece una necedad de mi parte (como también lo comenta Siobhan en su podcast), pero es importante que definamos y limitemos a qué nos referimos cuando analizamos un fenómeno, mecanismo o proceso. Tanto la funa como el “punitivismo” tienen génesis específicas que no significa que vayan a ser inmutables con el uso y popularización de los términos, pero si ambos términos nos abren la puerta a usos tan variados, complejos y conmtradictorios como los que he trabajado en este texto, quizá es que hay un vacío terminológico que urge llenar si queremos hacer una crítica válida tanto a los procesos como a lo que provocan.
Lo que queda fuera de la discusión
Ya para cerrar, creo que es importante señalar lo que no se ha mencionado: por un lado, cómo la funa individualiza procesos sociales y estructurales complejos, y por el otro cómo la hemos usado más conforme el aislamiento social se convierte en parte central de la experiencia humana en este periodo específico del capitalismo de emergencias constantes.
Cuando comenzaron los tendederos sobre violencia de género en las universidades y los escraches en los medios en 2017, llegó con ellos una discusión bizantina sobre “las formas” de hacer una denuncia. Las mismas autoridades que habían ignorado cientos de denuncias por las vías formales estaban reclamándoles a las protestas feministas la colocación de tendederos a la vista pública con los nombres completos de presuntos agresores, y los medios de comunicación se apuraron a publicar “guías de cómo denunciar” acoso y hostigamiento sexual cuando en sus redacciones reporteros, editores y directores seguían impunes.
Entonces, tuvimos claro que las formas de una denuncia corren de la mano del acceso a la justicia y la reparación del daño: esos tendederos y escraches eran la respuesta colectiva a una falla sistémica profunda para frenar la violencia de género.
Ahora, la funa es vista (al menos por los ejemplos citados en este texto) de la misma forma como las autoridades veían esos mecanismos de denuncia: como señalamientos individuales que poco o nada hacen por solucionar un problema que puede (o no) ser real. Pareciera que, ahora, la vergüenza sí cambió de bando, pues la funa (así, generalizada y sin excepciones) queda prohibida porque “daña” a la persona señalada.
Al hacer esto, se vuelve a individualizar un problema complejo que no ha tenido una solución de forma comunitaria ni a través de comunicación y resolución de conflictos. La hermenéutica del desencuentro, como la nombra Guerrero Mc Manus, facilita consolidar figuras de víctimas perfectas para todas las personas involucradas, y prioriza la narrativa de la violencia como un ejercicio intrínseco de la persona “funada”, lo que también imposibilita cualquier reparación del daño.
Como menciona Siobhan en su podcast, silenciar estos procesos o llenarlos de cargas morales negativas tampoco es una opción válida, ya que es a través de las funas y cancelaciones que también se pueden hacer divisiones claras en luchas que se pensaban compartidas. Un rompimiento no siempre es malo, por ejemplo: ¿vamos a llamar a negociar a una feminista racista y transfóbica como Renata Turrent sólo porque estamos en contra de la funa bajo cualquier motivo?
Estos rompimientos son parte importante que nos permiten, también, reconocer nuestras alianzas y complicidades al construir comunidades. No porque tengamos que coincidir absolutamente en todo para construir una, sino porque debería de haber acuerdos no negociables que no pongan en riesgo a personas de esa comunidad.
La funa y las cancelaciones se han estado haciendo más comunes, como señalan todos los ejemplos que he comentado, a partir del aislamiento provocado por la pandemia. Y no falta quien señale que se debe al “anonimato que permiten las redes sociales” o “a los mecanismos de esas plataformas”, pero creo que se nos ha imposibilitado poder construir comunidades no sólo por Meta o Twitter o COVID, sino por el sistema económico y político.
El aislamiento social no es un glitch, es parte del diseño ideológico de nuestra época. La creciente precarización laboral y la pobreza de tiempo y terceros lugares de convivencia constriñen aún más quiénes tienen oportunidad de hacer comunidad fuera de las redes y, con ello, cómo respondemos ante conflictos y desencuentros con otras comunidades o entre nosotrxs mismxs.
Necesitamos otras formas de resolver nuestros conflictos interpersonales sin que, por ello, se demonice una práctica que sigue teniendo una necesidad real y efectiva para decenas de víctimas que no tienen otros recursos para hacerse escuchar. Necesitamos escuchar con más atención lo que ocurre en las redes no sólo porque nos ha tocado de manera directa, sino para construir comunidades que nos permitan entender, incluso, los momentos difíciles en los que nos toca reconocer nuestros errores.