Nísperos en el Periférico
La (in)utilidad de un árbol frutal en un espacio inalcanzable
Por Periférico y otras vías “principales” al sur de la Ciudad de México, hay cientos de nísperos en los camellones, inaccesibles, flacos, cargados de fruta. Ese árbol –que no da mucha sombra ni es particularmente bello– llegó de China (vía Europa) en un largo viaje que no está del todo claro, a diferencia de las jacarandas, las buganvilias o los eucaliptos.
El níspero, el “japonés”, tiene el problema de gentilicios generalizado en México (como las enchiladas “suizas” y la granada “china”); el árbol y su fruta no llegaron a México por la Nao ni tras las misiones de San Felipe de Jesús, sino por el Atlántico, en barcos de europeos que ya lo cultivaban desde el siglo XVI, según algunos registros históricos. No muchas personas ubican el sabor ni la textura de la fruta, su piel aterciopelada hace creer que van a probar una especie de durazno, y, si tienen la mala suerte de que les toque uno verde (o no tan maduro), será una experiencia que no querrán repetir.
Desde hace dos meses he manejado de ida y vuelta sobre Periférico Sur. La pandemia ha cambiado por completo cómo me muevo por la ciudad y, ahora, porque no quiero ni contagiar ni contagiarme, voy y vengo del trabajo en auto. Los embotellamientos constantes y aleatorios me hicieron darme cuenta de algo que nunca había visto: desde el cruce con Cafetales hasta pasando el hospital Ángeles del Pedregal, hay cientos de nísperos en los camellones que separan los carriles centrales de Periférico de las laterales en ambos sentidos.
En estas semanas me tocó verlos florecer y, ahora, tienen manojitos de fruta amarilla, vibrante y condenada a podrirse. Y ahí están, solos cada uno de los árboles que se ven tan lejos unos de otros que dudo profundamente que ni sus raíces se toquen, ni sus copas ni, uno a uno, los frutos que caerán del árbol sin que nadie los corte y se los coma: nadie, porque ni los pájaros bajan a ellos, espantados por el constante tráfico, por la capa de contaminación que ya no vemos, por lo que hemos hecho de esta “región más transparente del aire”.
Si estos árboles sobrevivieron la construcción de los “segundos pisos” del Periférico o fueron plantados luego de la hecatombe, no lo sé: su tamaño tampoco me da guía, pues en general no se convierten en árboles enormes y robustos, como los mangos o los tamarindos. Tienen una vida mediocre entre los árboles frutales, pues sus flores no perfuman, su copa no da sombra y hay pocas certezas sobre las propiedades medicinales de sus hojas y de sus frutos.
Entonces, ¿por qué esta obsesión mía con los nísperos, por qué algún burócrata decidió que había que gastar tanto en su cuidado?
La ciudad está repleta de pequeños no-espacios: son muy pequeños para un desarrollo inmobiliario y están regados por las avenidas con la intención explícita de ser un estorbo. Al contrario de los relingos -esas cicatrices de la planeación urbana-, estos espacios no tienen memoria, pues fueron trazados para estar sin ser.
No es que no hubiera nada ahí: el diseño de las “principales avenidas” de la ciudad incluye, en sí mismo, la destrucción de casas, negocios, parques y memorias; de pastizales y humedales en el oriente y sur de la ciudad, de granjas, ex-haciendas, ríos y riachuelos. No es que no hubiera habido nada ahí, no es que nadie haya peleado por ellos, simplemente tenía prioridad la avenida.
Desde que manejo todos los días, dudo cada vez más de la idea benjaminiana de la ciudad como un laberinto: la ciudad ya no es un palimpsesto, sino un marcador permanente que arrasa con memorias y posibilidades para enterrarlos en asfalto, segundos pisos y más autos. Contrario a los laberintos, que requieren la exploración de sus espacios, nuestra ciudad moderna exige tener no-espacios: no-espacios para que los autos pasen por ellos si lo necesitan, no-espacios para que los autos no pasen por ellos aunque lo necesiten. En los segundos es donde viven estos nísperos espolvoreados de smog. Y aún así, florean y tienen frutos.
Y aún así, la memoria sobrevive, aún como pretexto: los nísperos no son una fruta codiciada ni popular, pero en Mérida, me decía mi abuela cuando era pequeño, se dan porque la gente come las frutas y tira las semillas; el calor y la humedad les favorecen y se dan así, casi sin cuidarlos. Esto no pasa en la ciudad: miles de metros sobre el mar, con tres estaciones (calor, lluvias y un invierno cada vez más duro y corto), para que nazcan los nísperos hay que cuidarlos, regarlos, ponerles fertilizante, y, dice Mariana, mi esposa, que hasta platicar con ellos.
Cuando visitábamos a mi abuela, en el camino a la fonda donde comíamos había un árbol que, en estas fechas, siempre se cargaba de fruta, era de un vecino que había colocado el níspero ahí, en su macetero en plena banqueta y dejaba que la fruta se pudriera; mi abuela, de regreso, siempre me pedía que tomara tres: uno para mi hermana, otro para ella y otro para mí. Hace más de diez años que no he vuelto a cruzar ese camino, no sé si ese árbol ha sobrevivido, pero su recuerdo se fue replicando y reconstruyendo de a poco cada día, en mi camino al trabajo.
Las hojas de los nísperos del Periférico, su tallo y sus frutos tienen una capa grisácea y café: el mismo tono del cielo de la ciudad cuando no sopla el viento, cuando no ha llovido o cuando, simplemente, la ciudad amanece (más) sucia. Por un lado, los embotellamientos de la lateral respiran sobre los árboles; por el otro, los autos a toda velocidad levantan el polvo de la carpeta asfáltica y la tierra suelta y la mezcla se pega a las ramas, a las hojas, a las flores y al fruto: la pubescencia de los nísperos, si alguna vez pudo servir para protegerlos, ahora sólo le sirve a la mugre para aferrarse a ellos, como si cada uno de ellos fuera ese níspero de mi memoria que busca disfrazarse en tonos sepias.
Quizá esos no-espacios son los últimos lugares seguros y públicos para árboles frutales en la ciudad y, sin embargo, tienen la misma condena de no ser útiles, como los limoneros o las flores en los jardines de las casas de familias tan ricas que no se dan el tiempo nunca ni de cuidar las plantas ni de comer sus frutos.
El espacio urbano pareciera una antítesis de los árboles frutales, de los jardines abiertos y los maceteros con nísperos cargados de fruta. La ciudad es una jungla pero no da, no se abre ni tiene ramitas verdes y tiernas que se cuelen por entre los recovecos dejados a la intemperie, es de concreto, tiene dueño, hay inversionistas calculando cuándo valdrá ese “accidente entre el suelo y el cielo”.
Ya sólo en los no-espacios es que pueden crecer árboles frutales, aunque sean inútiles y nadie recoja sus frutos, aunque por una fruta poco conocida y no muy popular, no valga la pena arriesgar la vida para cruzar el Periférico a pie.
En “San Idelfonso”, Alfonso Reyes se vale de un recurso medieval para hablar de la memoria: una flor solitaria en una maceta. Décadas después, encerrado en su biblioteca en Las Laranjeiras, escribió de las lagartijitas, enredaderas e insectos de una jungla que quiere reclamar sus espacios arrancados por el concreto.
Me gustaría saber qué hubiera pensado Reyes de la ciudad en la que el capital ha convertido a su ciudad, si ese macetero seguiría teniendo a la rosa de la memoria floreciente por entre la ruina de la memoria y los edificios; si el cemento en realidad se convirtió en esa jungla y las lagartijas y enredaderas solo son recuerdos de otros tiempo.
No sé si el níspero del vecino de mi abuela siga dando frutos, si sigue vivo o si hay un macetero. Sé, al menos, que estos nísperos han servido a alguien: mi abuela me pide que le pase un par y nos vamos caminando de regreso a su casa, donde sea que quede ahora.