De revictimización y algoritmos: Teuchitlán y los zapatos
Como escribía Ytzel Maya en su columna de El Universal el pasado domingo, Teuchitlán no es Auschwitz: tenemos que quitarnos la lógica algorítmica de nuestras protestas.
Lo que los grupos buscadores encontraron en el Rancho Izaguirre, en el municipio de Teuchitlán, Jalisco, no es menos que una terrible tragedia. Una tragedia más en un país que lleva casi 20 años acostumbrado a ellas, desde el arranque de la “Guerra contra el Narco”.
Es una tragedia que, a diferencia de tantas otras que no conocemos o que no llegan a los medios —o que llegan, pero ya no vemos, tan acostumbradxs a ver “fosas clandestinas” en los titulares—, ha disparado protestas y enojo y recuentos dolorosos de tantas madres y familiares buscadorxs.
En México, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, hay 124,961 personas a las que se las tragó la tierra; esa misma tierra que decenas de colectivos de madres que han surgido en todo el país han aprendido a leer, a entender y escuchar para dar con los restos de sus hijos, de sus familiares.
El Rancho Izaguirre había sido irrumpido por la Guardia Nacional unos meses atrás, de acuerdo al reportaje de Pablo Ferri en El País, hubo un fuerte intercambio de fuego, y las autoridades presumieron la liberación de dos personas secuestradas… pero nada de las casi mil prendas de ropa, juguetes y mochilas; nada de los cientos de restos óseos; nada de los cientos de zapatos… nada de la evidencia que el colectivo Guerreros Buscadores encontró ahí, casi sin buscar.
Los zapatos han cobrado un interés… extraño en los recuentos de lo encontrado en el rancho: medios, creadores de contenido y hasta las autoridades incompetentes para encontrarlos han utilizado la imagen tomada por el colectivo de buscadorxs y, con ello, se han trazado equiparaciones y similitudes irresponsables y, cuando menos, ligeras, con el campo de extermino nazi de Auschwitz.
Como señala Ytzel Maya en su columna “Aquí no es Auschwitz”, la comparación no sólo falla al evitar señalar la larga cadena de responsabilidades e impunidad de la violencia extendida por 20 años en México, también hace un daño profundo en la forma como procesamos esta violencia a la que nos enfrentamos todos los días:
Si bien el hallazgo del Rancho Izaguirre y la proliferación de fosas clandestinas en México evocan la imagen de un exterminio sistemático, trazar una comparación directa con Auschwitz —o con otros espacios de aniquilación en contextos históricos distintos, como se ha visto en los últimos días en redes sociales— no solo resulta metodológicamente impreciso, sino que también corre el riesgo de reducir la especificidad de la violencia contemporánea en México a una analogía que oscurece su complejidad.
Auschwitz fue un dispositivo estatal de exterminio, diseñado con una burocracia de la muerte que operaba dentro de un proyecto autoritario de eliminación de grupos considerados enemigos por el régimen nazi. La violencia criminal en México, en cambio, se inscribe en un contexto de fragmentación del poder, donde múltiples actores —grupos armados, estructuras estatales coludidas y mercados ilegales— reconfiguran continuamente las reglas de la guerra. En este entramado, la desaparición no es un acto de exterminio, sino una tecnología de control y un mecanismo de producción de miedo que se sostiene sobre la impunidad estructural.
La columna de Maya amplía a profundidad la crisis de desapariciones e impunidad que azota al Estado mexicano, y por qué la comparación con los campos de exterminio de la Alemania Nazi no sólo es fallida, sino que lastima nuestro entendimiento de lo que ocurre en México (y, también, lo que ocurrió en Alemania).
Quiero ampliar sobre el lenguaje: qué hacemos cuando comparamos, por qué lo hacemos y cuál es la lógica detrás de estos mecanismos de simplificación.
Lo que perdemos en las comparaciones
Las comparaciones están integradas en nuestros cerebros: son parte de mecanismos de supervivencia que desarrollamos hace cientos de miles de años para detectar predadores, hacer símiles respecto a sabores y toxicidad y muchas, muchas otras cosas que ya no procesamos por lo alejadas que están con nuestra supervivencia cotidiana.
Las comparaciones nos permiten entender más fácilmente todo lo que nos rodea, pero también, al simplificar, perdemos la textura y matices de cada cosa y de cada contexto. Una imagen no vale mil palabras, por más que se insista en un refrán que cada vez se sienta más viejo en nuestra era digital.
Como figura retórica, el símil (o la comparación) justamente pone atención en los elementos que tienen en común los dos objetos o circunstancias comparadas: un murciélago, una abeja y un gorrión tienen puntos comparables, pero sabemos perfectamente que cada uno tiene especificidades que los diferencian y que, por mucho que se “parezcan”, no son lo mismo.
Cuando estamos frente a lo indecible, a la violencia que nos obliga a confrontarla, recurrimos a las comparaciones para poder verla, sino de frente, sí lo suficiente para entender lo que tenemos enfrente. Los zapatos encontrados en Teuchitlán fueron de las primeras imágenes que se viralizaron de lo encontrado y no tardaron lxs usuarixs, analistas y creadorxs de contenido en hacer la comparación fácil: los cientos de miles de zapatos que se encontraron en los campos de exterminio por toda Alemania, Polonia y Ucrania después de la Segunda Guerra Mundial.
Como comparación para entender la violencia es un mecanismo natural: cómo es posible que la crueldad cobre forma en lo real, cómo es que se operó toda una maquinaria de encubrimiento y aniquilación: “alguien tuvo que haber escuchado algo”.
En entrevista para la BBC, el párroco de Teuchitlán trata de defender su parroquia y a sus feligreses: "Dicen que somos el Auschwitz mexicano, el infierno en la tierra, la herida abierta de la humanidad, y no, Teuchitlán no es el asesino ni el culpable de este horror".
Como forma de procesar el dolor de la tragedia, es entendible que recurramos estas herramientas, pero no pueden ser los mecanismos que tengamos para analizar y profundizar. No solo porque, como señalaba Maya, los contextos de producción de la violencia son diferentes, también las formas de procesarla, reparar el daño y hablar sobre justicia.
Algo más atinado hace Pablo Ferri en su pieza de El País. Más que hablar de la Shoa, hace una comparación que debió de ser más natural, porque son tantos los puntos en común que sí forman parte del mismo mecanismo de violencia: las desapariciones y posterior descubrimiento de fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas.
En San Fernando: Última parada, Marcela Turati regresa una y otra vez a una imagen desconsoladora: las maletas de las personas secuestradas y desaparecidas en el trayecto a la frontera que, al llegar a la terminal de autobuses de San Fernando, eran fotografiadas y guardadas en bodegas. Olvidadas por años por las fiscalías y sin forma ya de llegar a sus dueños, esas maletas fueron un recordatorio constante de que algo se había llevado a personas que creían estar seguras camino a sus destinos.
En San Fernando se encontraron, primero, 72 cuerpos de personas migrantes en una zona de exterminio. Al año siguiente, otros 101 personas y cientos de restos óseos fueron localizados a pocos kilómetros del primer hallazgo. Jalisco y Tamaulipas son los estados del país con más personas desaparecidas. Aquí, las comparaciones no nos hacen perder nada, sino comprender un sistema de violencias, impunidad y dolor. En este país que ha producido más grupos de familiares buscadores que cualquier territorio en guerra —formal— activa.
La lógica de los algoritmos y la revictimización
Es difícil, a estas alturas de la crisis de violencia que vive el país, que una noticia sobre fosas clandestinas, madres buscadoras o violencia generalizada se conviertan en un punto de quiebre en la discusión pública. A lo largo de estos veinte años de militarización y guerra contra la población, han sido pocos los casos que han llegado a ser crisis plenas para todo el gobierno federal: la masacre de Salválcar y las de San Fernando, para Calderón; la noche de Iguala, para Peña Nieto, y los “culiacanazos” para López Obrador, por decir sólo los más “relevantes”.
La importancia y prioridad que cobran estos casos para los medios de comunicación se convierte en una cobertura 24/7 en todas sus plataformas: no se deja de publicar del tema, cada nuevo descubrimiento, cada columna de opinión gira alrededor de él, se le menciona en varias ocasiones en los programas de televisión y radio (en los streams y lives). Mientras, las redes sociales se inundan de discusiones y opiniones que visibilizan más la crueldad de unos cuantos usuarios por encima del duelo o el análisis de otrxs.
La hipervisibilización de estos casos los desgasta muy pronto y, como apunta Max Fisher en The Chaos Machine, esa misma visibilidad juega en contra de “no olvidar” lo ocurrido y apenas pierde relevancia algorítmica y de audiencias, se hace a un lado. En un país como el nuestro, en el que casos de feminicidio, violencia extrema y corrupción ocurren a veces al mismo tiempo, es casi imposible mantener la atención en el seguimiento de cada caso.
Más que tratarse de “cortinas de humo” para ocultar un último escándalo o “la poca memoria de lxs mexicanxs”, se trata de límites humanos que no están a la par de la promesa falsa de “la información”, especialmente en la era digital, donde todo lo que cruza nuestra mirada y captura nuestra atención está distribuido por algoritmos de recomendación opacos y diseñados para mantenernos en una sola plataforma digital.
Las estrategias digitales de los medios de comunicación (y de muchxs de lxs creadores de contenido) en redes sociales están pensados desde la misma lógica de las plataformas: se priorizan comentarios explosivos, llenos de ira, enojo o frustración (o que llaman a provocar esas emociones) y se hacen a un lado los matices y el contexto que permitiría entender a mayor profundidad los casos que estamos viendo.
Poco importa, para una “buena” estratregia de contenidos la posibilidad de revictimizar o vulnerar la integridad de un caso en pleno proceso judicial. Poco importa pensar en el daño y el efecto que esas publicaciones tendrán en las familias de las víctimas que, en no pocas ocasiones, se han enterado de la muerte o desaparición de sus familiares por esos posteos.
Contrario a lo que asumimos desde el “sentido común”, las redes sociales no son espacios imparciales donde “el buen contenido” es el que se prioriza en los algoritmos. Como señala Fisher: hay suficiente evidencia para demostrar cómo Facebook, Youtube e Instagram tienen una responsabilidad directa en el crecimiento de movimientos violentos como la “manósfera”, grupos antiderechos reproductivos o de erradicación de minorías raciales y religiosas en varias partes del mundo.
Para muchxs creadores de contenidos y medios de comunicación, la urgencia de publicar para “no perder la audiencia” les ha llevado, por ejemplo, a malgenerizar a Ociel Baena cuando empezaron a circular rumores de su asesinato, a publicar contenidos que luego han tenido que ser desmentidos o a ser tontxs útiles para campañas de desinformación contra agentes políticos.
Por otro lado, es cierto que también las redes sociales son un espacio donde está la población a la que quizá querramos comunicar de forma más efectiva las crisis que ven en medios. Pero si queremos aprovecharlas, tenemos que entender los límites de nuestras posibilidades y cómo operan los algoritmos. Tenemos que desarrollar estrategias de comunicación que frenen la difusión masificada de mensajes violentos y revictimizantes. Tenemos que entender que no podemos seguir cayendo en las trampas del algoritmo para romperlo.