Por qué decidí salir de medios y qué sigue
No hay buen periodismo hecho por medios, hay periodistas haciendo un gran trabajo
En The Truth v. Alex Jones (Reed, 2024) se sigue el camino que siguieron lxs padres de las víctimas de la masacre de Sandy Hooks para demandar al dueño de Infowars, Alex Jones, por los años de mentiras, violencia y acoso que vivieron tras el violento asesinato de sus hijxs.
Jones insistía (y sigue insistiendo) que la masacre que cobró la vida de 20 niñxs y ocho adultxs fue falsa y que tanto lxs padres como las víctimas son actores. Pero el documental hizo algo muy inteligente: no se centró en “quién tiene razón”, sino en las razón por la que esa mentira se convirtió en el estandarte de su programa por más de diez años: vender suplementos y mercancía a una audiencia cautiva.
El juicio nunca se centró en la “libertad de expresión” o si Jones e Infowars tenían el derecho de plantear su mentira como una “teoría válida”: desde el principio se determinó que se estaba mintiendo y dañando a las familias, y lo que quedaba por resolver era el motivo: dinero o audiencia… o la primera para conseguir el segundo.
Lo que vemos en The Truth vs Alex Jones es la capitalización de la desinformación: la utilización estratégica de la violencia latente en la audiencia de un noticiario de extrema derecha para generar recursos económicos. Jones, en ese sentido, construyó un “modelo de negocios” que prácticamente funcionaba como una maquina de movimiento perpetuo.
Incluso cuando, en medio del juicio, las plataformas digitales tomaron medidas tibias para reducir su alcance, el daño ya estaba hecho y ese modelo de negocio sobrevivió su retiro de Youtube, Facebook, Instagram y, hasta la llega de Elon Musk, Twitter. Actualmente, aunque se ha declarado en bancarrota para evitar pagar la multa de más de mil 500 millones de dólares, Jones sigue teniendo un valor neto de 14 millones de dólares, mientras que su compañía sigue operando con las mismas tácticas, radicalizando a una audiencia cada vez más proclive a su mensaje.
¿Estoy dando una vuelta un poco larga con un ejemplo exagerado? Probablemente, pero sí creo que lo que muestra el documental no es un extremo de la creación de contenido “informativo” pensado para la monetización, sino que es su consecuencia última. Los medios mexicanos, como Milenio, El Universal o Tv Azteca, están muchísimo más cerca de Alex Jones o FOX News que de los medios que insisten que siguen el ejemplo, como el NYT o el Washington Post.1
La continua presión de las plataformas digitales para sacar a los medios de comunicación de sus espacios, sumada a la creciente competencia de agregadores de contenido alimentados con inteligencia artificial, han convertido a los medios digitales no en espacios de construcción de conocimiento y democratización de la información, sino en maquinarias de explotación que están mucho más cerca de las violencias de Infowars que del Periodismo —así, en mayúsculas— que, en juntas editoriales y comunicados, dicen defender.
Después de casi diez años en redacciones digitales, de haber pasado por medios pequeños y de alcance nacional, de haber hecho consultorías y de haber hiperespecializado mi CV a costa de mi contratabilidad, en noviembre del 2023 decidí que no podía estar más en una redacción.
Congresos y coloquios y el elefante sigue en la sala
Cuando en marzo del 2022 comenzamos a trabajar el informe Polarización y transfobia en México, empezaba a sistematizar la crítica mediática que había comenzado con más seriedad en 2021 luego de formar parte del programa Digital Sherlocks, del DFRLab.
Todos los proyectos de investigación que me pasaban por la mente estaban relacionados profundamente con cómo los medios mexicanos han cubierto la violencia transcida2 y el odio antiLGBT+: desde la toma de la CNDH y el giro transfóbico de sus ocupantas, a las alianzas cada vez más obvias de grupos como CIMAC con Laura Lecuona y otras famosas feministas transfóbicas…
Como he escrito en muchas otras ocasiones, el acoso digital contra Andra Escamilla, “le compañere”, fue el momento de claridad que necesité para reconocer desde dónde podría empezar a alzar la voz tanto en el medio en el que entonces trabajaba —asesorando con estrategia digital— y del que luego formé parte directa. Como muchxs otrxs, caí en el discurso de que es posible hacer cambios pequeños al interior de esos espacios, que “si no estamos y si no nos escuchan, cómo vamos a tener los medios que queremos”…
Llegaron luego varios espacios que me confirmaron las críticas que he estado haciendo al panorama completo: un “bootcamp” impartido por un “terapeuta de contenidos”, la Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el Festival LATAM, organizado por FACTUAL y Distintas Latitudes.
Ni en la Asamblea de la SIP (que reúne a los principales medios de la región y a sus inversionistas), ni en el espacio de Festival LATAM se trataron temas sobre violencia cotidiana en el ejercicio periodístico: silencio completo alrededor de la constante precarización laboral, de los despidos masivos de redacciones por toda la región, la autocensura por motivos políticos y empresariales o la presión de ejecutivos y dueños por utilizar herramientas fallidas como ChatGPT u otras IA generativas.
En un espacio de la SIP el silencio se convirtió en aplausos cuando uno de los directores de Cultura Colevtiva presumió sobre reducir su redacción a un tercio mientras crecía su producción debido a que todo lo producían a través de las herramientas de OpenAI.
Tengo casi diez años de experiencia en redacciones y en todas he visto la misma historia repetirse constantemente: equipos de periodistas capaces, creativxs y dispuestos a dar un paso hacia mejores resultados son procesados por una maquinaria que no quiere nada de eso: sólo busca alimentar la exigencia de “contenidos” que plataformas digitales les exigen, sin cuestionar un solo momento las condiciones de ese acuerdo, y sin voltear a ver a sus redacciones y las condiciones a las que esos acuerdos las someten.
Luego de casi tres años trabajando en la misma redacción, propiedad de uno de los mayores personajes antiderechos de América Latina, la creciente violencia sistémica que se reflejaba en los espacios noticiosos y el silencio de parte de los ejecutivos, tomé la decisión de no continuar en ese lugar. Pero me tomó poco tiempo darme cuenta, también, que estaba tomando una decisión para salir por completo de los medios: no puede haber crítica de medios si no evidenciamos las profundas crisis de explotación laboral, los acuerdos impunes que tienen con las plataformas digitales, y la complicidad profunda que todos los medios replican con los poderes empresariales y políticos locales.
Yo ya no podía formar parte de una maquinaria cuya única función es “tener mejores números” a costa de trabajadorxs violentadxs, audiencias ignoradas y una conversación pública cada vez más vulnerada.
Lo que hace más complicado construir una crítica a este sistema es que las condiciones laborales están igual de afectadas en la mayoría de los trabajos y en prácticamente todos los giros: no es que las denuncias de violaciones a la Ley Federal del Trabajo en los medios tengan que tener prioridad, sino ¿qué haces cuando esa ley no es más que papel muerto para la gran mayoría de nuestras generaciones?
El elefante está ahí, en el medio de la sala y, fuera de ejercicios periodísticos independientes3, es complicado y, prácticamente, una sentencia de muerte profesional comenzar a señalarlo.
Lo que viene: encontrar un lugar
Luego de que renuncié, siguieron casi cuatro meses de creciente desesperación: cientos de CVs enviados, decenas de “actualizaciones” a mis documentos, mensajes desesperados a gente con la que trabajé en algún punto y me felicitaron por lo que hago…
Los espacios de terapia se fueron convirtiendo de a poco en ataques de ansiedad sobre un futuro que no se veía claro ni factible, ni siquiera un lugar real. En una sesión donde particularmente había más ansiedad de la “regular”, mi terapeuta me dijo que “no estás buscando un trabajo nada más, sino un lugar en el mundo”. Y ese comentario se quedó: quiero un lugar en el mundo.
Quiero un lugar en el mundo que no necesariamente sea mi espacio de trabajo, pero sí un lugar donde mi trabajo y mis búsquedas y mi esfuerzo en los temas que he investigado por años puedan hacer un cambio real, más allá de corajes en redes o largas de mis jefes.
Creo que hay mucho por delante, a pesar de que no dejo de pensar que ya voy tarde a todo. Creo que tenemos oportunidad real de construir medios y el periodismo que nos merecemos. Sé que eventualmente lo lograremos, en parte porque es una urgencia en medio de las constantes crisis a las que nos estamos enfrentando.
No sé qué viene, pero el cansancio y la frustración le han cedido espacio a ganas de hacer ese lugar en el mundo.
Los graves problemas de coberturas anti trans, progenocidio y abiertamente ultraconservadoras de estos dos medios es un tema completo en sí mismo. Autoras como Parker Molloy y Erin Reed han cubierto a profundidad estos sesgos y las respuestas tibias (cuando las hay) de parte de los periódicos.
Llamo “violencia transcida” a la violencia física extrema contra las personas trans por su transcidad. Nuestra condición trans se convierte, en un país tan violento contra las disidencias sexogenéricas, en un elemento más para analizar la violencia cotidiana, pero también para entender por qué tenemos las tasas de asesinatos de personas trans que tenemos: la transmisoginia juega un papel importante, pero también la violencia sistémica que ignora y (al mismo tiempo) justifica los ataques contra nosotrans.
Incluso dentro de los medios independientes hay condiciones de precarización, pues no tienen los recursos estables para mantener pagos justos o dar prestaciones básicas sin afectar la capacidad de producir investigaciones de largo calado. Sin embargo, a diferencia de los medios “tradicionales”, estas condiciones precarias se logran soportar más debido a la comunidad y a las redes de apoyo que tanto medios como periodistas y trabajadorxs tienen entre ellxs.