Plaza Sésamo, o la muerte de la televisión como herramienta de cambio
Time Warner anunció que cancelará uno de los programas más longevos y con mayor peso cultural de la historia de la televisión estadounidense... y sí, es un problema serio
El pasado 13 de diciembre, Time Warner anunció que no seguiría produciendo más temporadas de Sesame Street. El programa, que ha sido transmitido ininterrumpidamente desde noviembre de 1969 se había vuelto “demasiado caro” para la empresa que reportó ganancias de 6.2 mil millones de dólares en 2023 (para contextualizar: una temporada completa de Sesame Street, con 30 capítulos, le cuesta a Warner 25 millones de dólares; un solo capítulo de House of the Dragon, le costó 20).
La decisión de Warner, dueña de HBO que es quien, legalmente, tiene los derechos de transmisión y continuará teniendo en su catálogo digital todo el archivo de la serie, forma parte de una larga historia de priorización de ganancias por encima de calidad de contenido. David Zaslav, el actuar CEO de Time Warner, ha ganado infamia por decisiones que no hacen sentido, tampoco, monetariamente, pero que van a la par de lo que Ed Zitron llama “the rot economy” (economía de podredumbre): crecimiento por encima de todo.
Por lo general, en esta newsletter me dedico más a criticar líneas editoriales y cobertura antiderechos, por lo que parece extraño retomar esta historia, pero la crisis por la que estado pasando Sesame Street y, en general, Jim Henson Studios son un ejemplo claro de un problema sistémico que menciono frecuentemente: la consolidación de lógicas empresariales de podredumbre —siguiendo a Zitron— y el impacto que éstas tienen en la sociedad de la que se extraen su capital económico.
No voy a dedicarle mucho más tiempo a Zaslav ni a Warner, porque son un monstruo que habría que analizar por aparte, pero la decisión que tomaron nos servirá para hablar de uno de los programas más importantes en la historia de la televisión estadounidense y también, gracias a su alcance internacional, de América Latina.
Plaza o calle: el nacimiento de Sesame Street y Plaza Sésamo
Antes de que existieran los Muppets como personajes metaficcionales en su propio show de variedad, Jim Henson y la productora Joan Ganz Cooney, junto con un grupo de escritores y activistas políticos, comenzaron a desarrollar el concepto que luego se convertiría en Sesame Street.
En los año sesenta, con la lucha por los derechos civiles, la guerra de Vietnam y las revueltas estudiantiles de fondo, Henson y su equipo vieron un vacío invisible para censos, educadores y políticas públicas: lxs hijxs de migrantes que no hablaban inglés y que, por su situación migratoria, no tenían acceso a la educación pública estadounidense.
Sesame Street nació, como muchos programas de la época (y pienso directamente en los programas de desayunos escolares de las Panteras Negras), como un esfuerzo colectivo para proveer a las infancias empobrecidas y racializadas una posibilidad de desarrollo que no dependiera de beneficencias o caridad. Sesame Street se pensó desde sus orígenes, como un programa que podía enseñar inglés, matemáticas y toda un batería de valores sociales y comunales que apostaran por la construcción de una sociedad más justa e incluyente.
Para noviembre de 1969, cuando NET (antecesor directo de PBS, la televisión pública estadounidense) transmite el primer programa de Sesame Street, lo hizo a la par de otro que también apostaba por un contenido infantil pensado para formar ciudadanías: Mister Roger’s Neighborhood.
Junto con Sesame Street se creó el taller creativo Children’s Television Workshop, que en menos de tres años, lanzó versiones locales del programa, con el mismo objetivo y la misma misión, en América Latina y Europa. Cada versión regional fue acompañada de estudios pedagógicos y de alcance tecnológicos para que se adaptaran lo mejor posible a las necesidades de las infancias de cada región.
Plaza Sésamo llegó a México y América Latina en 1972: producida junto con Televisa en sus primeras décadas de vida, el programa no llegó como una mera traducción, sino como un esfuerzo consolidado de pedagógxs, productorxs y expertxs en desarrollo infantil que priorizaron a las audiencias que tenía la televisión pública de la época: en 1970, 25.8% de la población era analfabeta (las infancias de 6 años que no se inscribían a la primaria y permanecían sin educación era, según el Centro de Estudios Educativos, el 14.6%).
Desde el diseño del programa (tanto el original como la versión mexicana), se apostó por un reflejo de la cotidianidad de las infancias: una calle en un Harlem ficcional para Estados Unidos, una placita pública, similar a las alamedas y zócalos que abundan en el trazado de muchas ciudades mexicanas. Ahí, se refleja la construcción de comunidades pequeñas: todo mundo se conoce y sabe quién es familiar de quién, así como lxs vecinxs nuevxs, los oficios de cada unx y cuál es el papel que desarrollan en esas comunidades.
Sesame nunca se trató, como otros programas infantiles, simplemente de repasar clases de historia o biología, sino de conocimiento situado: cómo algo nuevo o complejo es procesado por las infancias gracias al juego y a lxs adultxs que, sin hablarles condescendientemente, tratan de explicarles las situaciones a las que se enfrentan.
Abelardo, Big Bird, el monstruo comegalletas y Elmo cumplen la función de ser el personaje en el que se reflejan las audiencias infantiles sin ser pizarras en blanco, tienen sus personalidades, sus conflictos y necesidades específicas que los han definido como personajes por más de 60 años sin desgaste.
Cuando Henson y Ganz desarrollan los primeros borradores de Sesame Street, lo hacen con una regla base de todo el proyecto: la prioridad no es la cantidad de capítulos ni las ganancias, sino las audiencias, las audiencias infantiles, específicamente. Y ahí es donde Sesame Street se dio de frente con el mundo de las productoras, los estudios y, peor, el streaming.
Cómo el programa infantil más famoso no es redituable
Emily Saint James, periodista de cultura en Vox, ha cubierto por años Sesame Street. Para ella, no es novedad que este hito de la cultura televisiva pase por crisis económicas: en 2015, PBS anunció que había establecido un acuerdo con, entonces, HBO, para vender derechos de transmisión y distribución de Sesame Street pues la televisora pública ya no podía sostener los costos de las licencias.
Saint James, en una excelente pieza, explicó el muy complicado proceso de derechos y costes de Sesame Street que ayudan a explicar, también, lo que está ocurriendo hoy con la serie.
Sesame Workshop, la ONG que crearon Henson y Ganz, es la dueña real del programa, pero no tiene capacidad de transmisión ni distribución. Así, hasta el 2015, PBS era quien pagaba las cuotas a SW, que producía los programas para la televisora pública.
Las licencias de juguetes y mercancía de la serie tienen situaciones similares a la de PBS: SW recibe un porcentaje de las ventas, pero, debido a su condición de ONG, son las empresas jugueteras y de ropa quienes se quedan con la mayor cantidad de dinero de las ventas.
Los años 90 y 2000 fueron los años de bonanza para Sesame Street por la venta de dvds y vhs. SW recibía un porcentaje mucho mayor para seguir produciendo el programa, y logró, por varios años, producir más de 16 capítulos por año para la televisora nacional. Sin embargo, con la llegada de las plataformas de streaming y las estrategias de distribución del mismo contenido en plataformas como YouTube y Facebook, la monetización se frenó en seco.
PBS no pudo elevar la cuota que pagaba entonces a SW, y tuvo que llegar a un acuerdo que causó revuelo en 2015: la privatización de lo que se veía (y, legalmente, era) un bien público para las infancias. HBO, luego de las críticas, llegó a un acuerdo con la televisora: la inyección de dinero le permitiría a SW producir más de 60 capítulos al año que se estrenarían en el canal premium de cable, y luego podrían ser publicados en PBS 90 días después de su transmisión original en el sistema de paga.
Ese acuerdo, como apunta Saint James, seguía siendo una violación de los principios de sus creadores, pero, hasta cierto punto, permitió mantener al estudio produciendo programas, creando nuevos personajes y aceleró los procesos de producción de una serie que jamás había sido pensada para esa cantidad de programas por temporada.
En estos años es donde vimos un creciente empuje en el programa por presentar personajes que reflejaran el cambio demográfico de los Estados Unidos, así como las discusiones sobre representación de diversidades en la programación infantil. Desde la primera vez que se habló sobre ser hijx de padres privados de su libertad, personajes autistas o VIH positivos, indígenas americanos o latinxs, Sesame Street estaba frecuentemente en el centro de discusiones de mala fe sobre “la inclusión forzada” y “lo woke”.
Y, sin defender las guerras culturales de la ultraderecha, es cierto que la priorización de políticas identitarias con personajes que sólo aparecían un episodio o dos, ponía en jaque la misión del programa sobre construir comunidad no como un ejercicio de “inclusión”, sino como un ejercicio comunitario. Si bien la intención se aplaude (en especial en medio de la constante patologización del autismo o la creciente ola xenófoba en EUA), una vez que HBO se convierte en el rector de la línea editorial del programa, el empuje que tenía Sesame Street alrededor de la lucha por derechos humanos y conflictos sociales complejos, se empezó a perder.
La crisis pandémica del 2020 fue un momento clave para revivir la atención del público general en el programa. En tiempos de completa incertidumbre, SW supo colocarse como una voz crítica pero comprensiva de sus audiencias. Mientras los medios replicaban la peor desinformación, Sesame Street luchó desde esa misma incertidumbre por colocarse en la mirada de las infancias que, sin herramientas críticas, estaban viviendo el mismo momento sin nadie que les escuchara o les hablara directamente.
Sesame Street entró en un feedback negativo con HBO en cuanto los costos de producción: sin dinero por ventas de vhs y dvds y las ventas de mercancía licenciada cayendo por la competencia con Disney, SW dependía de la muy opaca distribución de regalías por streaming. El dinero que SW necesitaba, entonces, para producir los capítulos acordados en el contrato con el estudio dependían más y más directamente de HBO, lo que hacía que fuera más y más “caro” para la filial de Warner que tampoco veía ganancias directas o inmediatas en esa producción, por muy importante que fuera el papel que estaban cumpliendo para las infancias en medio de una pandemia global o el incremento de crímenes de odio a infancias.1
Sesame Street nunca fue pensado como una empresa redituable, pero tampoco como una caridad o una empresa filantrópica. Desde sus orígenes (y desde ahí está su condición revolucionaria), fue pensada como un servicio público y, como tal, no se paga con porcentajes de crecimiento anual, sino a través de una comunidad rica, diversa y, sobre todo, crítica.
El que el día de hoy Sesame Street esté buscando un nuevo hogar no sólo es doloroso, es una metáfora demasiado directa y hasta un poco cruda del espacio que tiene la esperanza y la ternura dentro de los sistemas económicos que se benefician monetariamente de ella.
Jim Henson tuvo un sueño que se ve en Fraggle Rock, en Sesame Street y en The Muppets: que la ternura y el cariño son herramientas de cambio, son armas revolucionarias que permiten a las personas reconocerse en lxs otrxs. La empatía que tiene Elmo, el cariño torpe de Beto hacia Enrique y la obsesión (algo autistic-coded si me preguntan) del monstruo comegalletas son formas de existir en un mundo que no sólo las acepta, sino que las abraza.
Espero, de verdad, que Sesame Street sobreviva esta última crisis. Porque si no, siento que ya nos quedamos sin canarios en esta mina.
Un dato aterrador que consulté haciendo este texto: de acuerdo a un análisis de la data de reportes de crímenes de odio hecho por la Universidad de New Hampshire, indica que los crímenes de odio contra menores de edad involucra violencia física contra las víctimas en un 63% de los casos, comparado con un 39% cuando se trata de crímenes de odio contra adultxs.