Cómo no cubrir los movimientos anti derechos (y de ultra derecha)
Es urgente que el periodismo se tome en serio la organización y acción política de los grupos de extrema derecha, pero no convirtiéndolos en personajes curiosos e inofensivos.
Este texto estaba pensado como un análisis a la forma como dos podcasts, Así como suena y Perra Nación, cubrieron los movimientos antiderechos y a un grupo neonazi (respectivamente), repitiendo errores peligrosos al momento de reportar sobre este tipo de organizaciones. Sin embargo, el registro de Eduardo Verástegui como candidato independiente a la presidencia de México, y la cobertura que se le ha dado a su película, Sound of Freedom, exige replantearlo. Es urgente que nos tomemos en serio los intentos de la ultraderecha de posicionarse como una opción políticamente viable en el país. Ya habrá otro momento para esos podcasts.
Esta entrada retomará mucho de lo que Whitney Phillips escribió en The Oxygen of Amplification: Better Practices for Reporting on Extremists, Antagonists, and Manipulators, para Data & Society, en el 2018. Phillips entrevistó a más de 30 periodistas, editores y expertxs en periodismo digital para comprender cómo los medios, las condiciones en las que se ejerce el periodismo y las plataformas digitales, tuvieron una responsabilidad directa en el ascenso y la normalización del odio en los Estados Unidos de Donald Trump. Si algo quieren llevarse de este texto, que sea ese informe.
La ultraderecha en México: cómo se ha cubierto (y por qué ya no es suficiente)
Los movimientos de ultraderecha están en México desde hace décadas: desde el sinarquismo hasta los grupos filo-fascistas en redes sociales, nuestro país tiene una larga (si bien no central) historia de grupos de extrema derecha que han tratado y fallado constantemente en consolidarse como un movimiento político central y con poder de decisión dentro del Estado.
Si bien pudiéramos hablar del Yunque o del poder de los Legionarios de Cristo o los millones de dólares que diversos empresarios han invertido en lobbying y “donaciones” a partidos políticos, estos movimientos y esfuerzos todavía están enmarcados en una forma “tradicional” de hacer política y una forma muy convencional de hacer periodismo para cubrirlos.
Hay muchos libros, muchos reportajes de muy diversa calidad periodística, de ese grupo de intereses: se han trazado genealogías y planes de trabajo, incluso las redes de poder y dinero que hacen que sea uno de los grupos de ultra derecha más estudiados en el mundo iberoamericano.
Esa ultraderecha “tradicional” no ha desaparecido y sigue ejerciendo el poder: es importante trazarla y seguirle el paso, pero también lo es entender que, desde el advenimiento de las redes sociales como escenarios de operación política, otros grupos, con diferentes edades y muy distintos intereses, están desplazando el ejercicio político de la búsqueda del poder a la normalización del odio en todo escenario digital.
La ultraderecha que me preocupa, la que no está siendo mapeada más que por esfuerzos individuales de activistas e investigadorxs sin recursos económicos, es la que se vale de memes y redes sociales: la que se está organizando en foros de Internet y armamenta el lenguaje de redes sociales para impulsar el antisemitismo y el pánico moral anti-trans. La misma derecha (y el mismo patrón) que, en 2016, le dio la presidencia a Donald Trump.
Esta última ultraderecha ha optimizado sus estrategias en los últimos ocho años desde la elección del 2015: no es un movimiento organizado jerárquicamente ni opera de forma centralizada (como, según las investigaciones, lo hace El Yunque u otras organizaciones), y ha aprendido de sus errores, como Charlottesville, en 2017, o el intento de golpe de Estado el 6 de enero del 2021.
Esta ultraderecha es la que enarbola Eduardo Verástegui o el Partido México Republicano, ya con registro oficial en Chihuahua. Ésta es la ultraderecha para la que los medios mexicanos no sólo no están preparados, sino que pueden ser su mayor difusor.
El (deplorable) estado de los medios en México
Como he escrito aquí, aquí, aquí, aquí y aquí, los medios digitales en México tienen un problema grave: su completo sometimiento a las lógicas empresariales: ya sea que se convirtieron en agregadores SEO1, granjeen click y rage bait para incrementar su alcance en Facebook o sean, a veces de forma burda, meros altavoces de los intereses empresariales, políticos o ideológicos de sus dueños, la crisis mediática del país va mucho más allá de los lugares comunes que mencionan lxs opinólogos cuando Reuters publica su Digital News Report cada año.
Voy a empezar distanciándome del cliché de la “crisis de los medios”: aquí no me refiero a la constante caída de audiencias, lectores y escuchas o voy a echarle la culpa al Internet o a la última red social (y a la última generación nombrada por mercadólogxs). Cuando hablo de una crisis en los medios me refiero a la que ellos mismos han construido para sí: la lógica empresarial ha convertido las redacciones en espacios de explotación laboral rampante donde lo único que se produce no es información, sino oportunidades de posicionamiento de publicidad.
Como lo analicé en mi sección del informe Polarización y transfobia, la exigencia constante de crecimiento infinito para los medios, sumado a la nula preparación y entrenamiento de los equipos de redactorxs y editoriales, da cabida a la publicación de notas que no sólo no informan, sino que refuerzan prejuicios sociales: acoso selectivos, pánicos antiLGBT+ y la creciente división ideológica en medio de un proceso electoral plagado de violaciones en ambos bandos.
Los medios mexicanos “importan” estrategias de clicks y posicionamiento SEO de medios estadounidenses, ingleses y sudamericanos con agendas políticas específicas y con equipos con un profundo conocimiento de las formas para “hackear” el sistema de las plataformas digitales. Sea su intención o no, al replicar temas y estrategias antitrans, están normalizando cada vez más un discurso digital que puede ser rápidamente aprovechado por personajes como Verástegui en contra de la población trans (y, más ampliamente, de todo grupo vulnerado) del país.
Si bien estoy construyendo una pieza sobre este fenómeno específico, creo importante utilizar de ejemplo la campaña de acoso mediático que siguen viviendo lxs integrantes de Yharitzia y su Esencia, pues —junto con el acoso digital que vivió Andra Escamilla—, es un claro botón de muestra de que esas campañas mediáticas estadounidenses ya están completamente adoptadas por los medios en México.
En sólo tres semanas, medios y páginas “informativas” en Facebook han hecho casi 32 mil publicaciones sobre el grupo, lo que ha granjeado 72.5 millones de interacciones: un comentario inocuo sobre comida y el ruido de la CDMX fueron suficientes para construir todo un ataque sostenido contra ellxs que se convirtió en un abucheo masivo frente al público en el festival Arre.
¿Cuánto de ese odio prefabricado no hubiera tenido oportunidad de desarrollarse si los medios no hubieran no sólo retomado, sino alimentado cada paso y cada meme?, y, más significativamente, ¿qué medio se haría responsable del costo en la salud mental y la integridad física de lxs tres jóvenes?
La paradoja de reportar el odio
Tras casi diez años de que se normalizaron las posturas más extremas de la ultraderecha en la discusión publica en los Estados Unidos, se pasó de reírse del racismo y antisemitismo más rampante a tratar (y fracasar) al explicar por qué la libertad de expresión no abarca al discurso de odio.
El riesgo constante de reportar el avance y cómo se organizan los grupos antiderechos está en que esa información —que para una escuela más tradicional de periodismo sería “suficiente para evidenciarlos”— se convierta en un mapa del camino para otrxs.
Si bien resulta evidente cuáles son los límites cuando hablamos de grupos neo-nazis en un concierto en la CDMX, o en los muy obvios vínculos de Eduardo Verástegui con los Legionarios de Cristo o Donald Trump, los límites se tornan difusos cuando los medios replican notas sobre películas o “polémicas” de Twitter. Como escribe Phillips:
Establishment journalism also plays a principal role in helping spread a spectrum of information that doesn’t have —or doesn’t seem to have an explicit political agenda […]. Nothing, anymore, is just harmless Internet fun.2
Más allá de pensar que se trata de un movimiento coordinado y articulado para apropiarse de “la agenda mediática”, son pequeños juegos de poder de individuos y grupos que saben cómo operan los algoritmos de las plataformas digitales. Un tuit o un tiktok lo suficientemente “polémico” pronto se convertirá en una nota en los principales medios digitales.
Ben Smith, editor fundador de Buzzfeed News, escribe en la conclusión de Traffic cómo fue que reporteros y activistas de la ultraderecha aprendieron las tácticas de viralización de su plataforma y cómo todo esa segunda ola de periodismo digital no supo distinguir que, en realidad, no estaban abriendo el camino para un mejor Internet, sino que escribieron el instructivo, paso a paso, para convertir al Internet en un arma contra la democracia y los derechos de millones de personas>
This book has been, for me, a humbling exercise in what I missed, even as I was there. I hadn’t realizes the degree to which Ana Holmes’s Jezebel pointed directly to social media a decade later. I hadn’t understood the role of Nick’s and Jonah’s influences on my own decisions. And I certainly hadn’t realized until I began reporting out this book the extent to which right-wing populism always seemd to be sitting just down the white Ikea table from this progressive internet scene, looking over its shoulder, learning its lessons.3
México no es Estados Unidos… y El Heraldo no es Buzzfeed
El momento actual de la ultraderecha digitalizada en México es bastante precario: si bien en plataformas como Twitter o Facebook parecieran estar coptando cada vez más cuentas,4 las “guerras culturales” que están importando palabra por palabra de sus pares estadounidenses no están logrando encontrar un público inmediato, ni construir una base consolidada y políticamente activa como sí está ocurriendo en otros países, como Brasil o Argentina.
Sin embargo, una elección presidencial puede ser el catalizador de una ultraderecha organizada fuera de las instituciones partidistas y a la par de los escenarios digitales. Como señala Phillips, los esfuerzos de estos grupos para normalizar el discurso de odio no apareció de repente junto con la candidatura de Donald Trump, sino que se fue forjando de a poco: con la complicidad de periodistas digitales, que dieron plataforma sin considerar el peligro de las notas “chistosas” y las listas de memes, con la inacción de plataformas como Twitter, Facebook y YouTube, que tardaron años en construir protocolos para limitar los casos más violentos de este tipo de publicaciones.
Los medios mexicanos, hoy, están también en una situación por demás compleja: por un lado, las exigencias empresariales y las condiciones laborales y profesionales que ya desarrollé, y por el otro (aunque pareciera el mismo), las imposiciones políticas, empresariales e ideológicas de sus dueños van a jugar un papel significativo en la continua erosión del quehacer periodístico.
Aunque quizá se sienta de sobra, quiero detenerme un poco sobre el “quehacer periodístico”: con éste no me estoy refiriendo a los profundos ideales del siglo XIX, ni a las mentiras constantes que, como trabajadorxs de los medios, nos decimos para sobrevivir otra jornada laboral. El quehacer periodístico aquí es, para mí, la mínima responsabilidad ética que le debemos a lxs lectores. Aunque constantemente se haga a un lado a las mesas de redacción digital de los medios (esos que hacen las 20 notas al día sin oportunidad de investigar o escribir sobre algo que, remotamente, sea de su interés u orgullo profesional), ese grueso de trabajadorxs también tienen una voz que debe ser escuchada, pues es su trabajo el que, muy probablemente, se utilizará como ariete, llave o bisagra frente al odio.
El sistema mediático no está roto: así fue diseñado
El periodismo, junto con la pedagogía o el derecho, son profesiones liberales en el más profundo sentido de la palabra. Dependen de sistemas y contextos que no existen, para consolidar, preparar o difundir, leyes y ‘deber ser’ de una sociedad construida sobre el trabajo de muchxs que no tienen oportunidad, opciones ni derechos.
Como escribe, de nuevo, Phillips, el problema no es que la forma de operar de los medios se haya ‘corrompido’, sino que se diseñó para funcionar así: difundir información falaz que beneficia a grupos cada vez más pequeños con ganancias e intereses cada vez más grandes.
¿Cómo se puede reformar o arreglar algo que tiene como intención que nada cambie?
Afortunadamente, como también ocurre con el derecho y la pedagogía, muchxs periodistas y editorxs ya han mostrado caminos posibles. El primer paso, quiero creer, está en reconocer que las cosas no están bien.
Search Optimization Engine (Optimización de motores de búsqueda), se refiere a las estrategias editoriales y de redacción para que un contenido en un sitio web se posicione en los primeros lugares de búsqueda en páginas como Google o Bing. La gran mayoría de los medios digitales replican estrategias que han sido efectivas para otros medios, por lo que no es difícil ver cómo las búsquedas de temas específicos se llenan de notas que no se diferencian realmente entre ellas y que, tampoco, proveen más o mejor información que cualquier otra.
El periodismo tradicional también juega un papel central en difundir un espectro de la información que no tiene (o, más bien, que parece que no tiene) una agenda política explícita. Nada, nunca más es sólo diversión en Internet. [La traducción es mía]
Para mí, este libro ha sido un ejercicio de humildad sobre todo lo que no vi, incluso cuando estuve ahí. No me dí cuenta cómo Jezebel, dirigido por Ana Holmes, apuntaba directamente a lo que se convertirían las redes sociales una década después. No había entendido el papel que la influencia de Nick y Jonah [fundadores de Buzzfeed] tuvieron sopbre mis decisiones editoriales. Y definitivamente no me dí cuenta sino hasta que empecé a investigar para este libro, hasta qué punto la derecha populista siempre estuvo sentada ahí, al otro lado de la mesa blanca de Ikea, frente a un Internet progresista, revisando sus errores y tomando apuntes.
O creando cada vez más cuentas títere. Debido a la actual crisis que también están atravesando las plataformas digitales, es cada vez más difícil considerar que una cuenta en redes sociales es igual a unx usuarix detrás de ella. En especial cuando decenas de “agencias de comunicación política” son capaces de desplegar campañas inorgánicas para desviar conversaciones enteras en redes sociales, como reportó el DFR Lab sobre las elecciones de Guatemala el pasado agosto.